Publicamos aquí la traducción del capítulo introductorio del libro “La guerra sucia”, escrito por Habib Souaïdia en francés bajo el título “La sale guerre” (La Découverte, 2001). Se trata de una traducción que realicé cuando cursaba la carrera de Traducción e Interpretación. Por tanto, cualquier parecido con la traducción al español publicada por Ediciones B. en 2002 es pura coincidencia o, indirectamente, prueba de que fui un buen estudiante de la materia.

El yihadismo es la mayor lacra a la que se enfrenta la sociedad contemporánea. No obstante, el problema es mucho más profundo y contiene ramificaciones insospechadas por el público en general. Por ese motivo, me he decidido a publicar esta traducción para que los lectores puedan tener más elementos de juicio a su disposición a la hora de analizar el estado de guerra en el que vivimos. Como bien refleja el título, estamos experimentando una guerra, sí, pero sucia. Y la actual, contra el Estado Islámico, lo es tanto o más que la experimentada por el autor del libro durante la guerra civil argelina.

La moraleja de la experiencia personal vivida por Habib Souaïdia en particular y el pueblo argelino en general es que no debemos traicionar los principios del Estado de derecho en nuestra lucha contra el azote islamista. No solo nuestros principios democráticos, sino nuestros principios cristianos. La guerra sucia emprendida por los generales argelinos contra la insurgencia islamista durante los 90 desangró al país y sembró las semillas de la discordia entre argelinos, creando un caldo de cultivo que puede ser aprovechado por los yihadistas actuales para atacar de nuevo a Argelia. En pocas palabras, contra la barbarie, razón y Estado de derecho, no más barbarie.

LA GUERRA SUCIA

INTRODUCCIÓN

Me llamo Habib Souaïdia, tengo 31 años y soy ex oficial de las fuerzas especiales del ejército argelino. Nací en 1969 en la wilaya (departamento) de Tebessa, cerca de la frontera con Túnez, a unos 650 kilómetros de Argel. En 1989, cuando me alisté voluntario en el Ejército Nacional Popular (ENP) estaba aún lejos de imaginar que iba a ser testigo directo de la tragedia que azotó a mi país.

Quienes se interesan por la situación política en Argelia conocen, aunque no siempre lo reconozcan, la magnitud de los crímenes que tanto los terroristas islamistas como las fuerzas de seguridad del Estado han cometido contra el pueblo argelino. Si bien es cierto que los crímenes de los primeros han sido ampliamente mediatizados y, con toda justicia, unánimemente condenados, los cometidos por los segundos (ejército, policía, gendarmería, milicias) han sido minimizados con frecuencia. La comunidad internacional, a excepción de algunos intelectuales, activistas de organizaciones no gubernamentales y algunos periodistas, se ha mostrado silenciosa ante esas atrocidades.

He visto a colegas míos quemar vivo a un muchacho de 15 años; a militares que masacraban a civiles y luego hacían pasar esos crímenes por los del enemigo; a coroneles que mataban a sangre fría a simples sospechosos y a oficiales que torturaban hasta la muerte a prisioneros islamistas. He visto demasiadas cosas como para seguir callado. Todos estos son motivos suficientes para romper el muro del silencio.

Entonces, ¿por qué he esperado hasta ahora para ofrecer mi testimonio? Porque mi injusta encarcelación durante cuatro años (1995-1999) me impidió hacerlo antes, condenándome provisionalmente al silencio. Desde 1993 empecé a pensar que algún día debería exponer la cara oculta de la “guerra civil”. Fue ese mismo año cuando comprendí que no se trataba simplemente de un clásico conflicto entre bondadosos militares comprometidos con salvar la democracia y malvados terroristas dispuestos a destruirla. De haber sido así, nunca habría abandonado mi país y hubiera combatido contra los terroristas hasta el final.

Ahora quiero contestar a aquellas voces que, tanto en Argelia como fuera de ella, continúan disculpando al régimen de los generales. Si he decidido dar mi testimonio por medio de este libro ha sido, sobre todo, para liberar mi conciencia, ya que de ningún modo quiero sentirme cómplice de crímenes de lesa humanidad. Porque, efectivamente, desde 1992 se ha llevado a cabo una política de exterminio de la oposición islámica, preconizada por los generales argelinos con la complicidad de algunas personalidades de la política. Unos y otros repiten a puerta cerrada que no se puede luchar contra el islamismo empuñando solamente la Declaración de los Derechos Humanos, frase que por sí sola resume perfectamente las intenciones de los auténticos mandatarios de Argel.

Por otra parte, en modo alguno es mi intención absolver de sus crímenes a los terroristas islamistas, ni tampoco demonizar a las fuerzas armadas argelinas. Yo estaba bien situado para saber que los islamistas armados han cometido actos horribles y, a la inversa, que dentro de nuestro ejército hay oficiales, suboficiales y soldados que poseen una gran cualidad moral y profesional. Por desgracia, este tipo de militares está marginado y prácticamente no tiene ningún poder decisorio. También creo que la historia de mi país no tiene por qué ser disfrazada de nuevo. ¿Es necesario recordar que los actuales males de los que adolece Argelia tienen su origen (en gran parte), en ese falseamiento de la historia que tuvo lugar al día siguiente de la independencia? Hoy día es necesario mirar a la verdad cara a cara y terminar con las mentiras, si se desea que la paz vuelva de una vez por todas a nuestro país.

Mi creencia es que un ejército considerado “nacional y popular, garante de la integridad territorial y de la perennidad de las instituciones de la República”, no tiene derecho a recurrir al terrorismo para combatir a los terroristas. Ninguna lógica ni estrategia militar puede justificar el hecho de que un ejército pueda asesinar a miles de ciudadanos con el pretexto de la erradicación del terrorismo. Nada en absoluto podrá justificar la muerte inútil de decenas de miles de civiles.

Con el eslogan “hay que aterrorizar a los terroristas”, los generales argelinos no solo han combatido contra quienes habían tomado las armas, sino que también han conseguido aterrorizar a gran parte de la población. Porque su verdadero objetivo, como mostraré en el libro, no es la eliminación del terrorismo (todo lo contrario) sino la erradicación de la oposición islámica radical, que no ha aceptado unirse a ellos y amenaza su poder.

La situación se presenta muy confusa para muchos argelinos y para los observadores extranjeros. De hecho, esta confusión ha sido deseada y planificada por la cúpula militar. Desde 1992, los generales llevan a cabo una “guerra secreta”, en la que se entremezclan falsos guerrilleros, todo tipo de desinformaciones, manipulaciones e infiltraciones en los grupos armados islamistas. Esa cortina de humo les permite librar con total impunidad una guerra de increíble crueldad.

Lo que se desconoce es que los generales se sirven de tan solo unos miles de hombres para perpetrar esta guerra. Son los pertenecientes a las unidades especiales de la policía, de la gendarmería y, sobre todo, de la Seguridad Militar y las fuerzas especiales del ejército, de las que formé parte. Nosotros fuimos los encargados de hacer el trabajo sucio y a quienes los generales obligaron a librar su guerra sucia.

Y todo ello por dinero. Ya que no se debe olvidar que desde 1990, los distintos clanes del poder no han cesado de disputarse los beneficios del gas y del petróleo. El clima de inseguridad ha permitido a la mafia político-militar realizar tranquilamente sus pillajes en la economía argelina y, sobre todo, ha permitido la contención de la cólera social.

Puesto que se daba por seguro que la “mutación económica” iba a empobrecer a una gran parte de la sociedad, qué mejor que un estallido de violencia para hacer pasar el mal trago. En mi opinión, el término más justo para resumir el drama argelino es el de “guerra contra la población civil”. Solo los pobres han pagado y lo han hecho desde todos los puntos de vista. En cambio, los dueños del poder real, sus familias y las personas que les son próximas, jamás han sido inquietados por el terrorismo o la miseria.

Pocos días después de mi llegada a Francia (el 7 de abril de 2000) empecé los trámites para obtener la condición de refugiado político. Para mí ya no era conveniente volver a Argelia, ya que en el mejor de los casos habría sido encarcelado, y no estoy dispuesto a dar esa satisfacción a los generales. Tras la aparición en la prensa del primer artículo haciéndose eco de mi deseo de testificar, oficiales del Departamento de Información y Seguridad (la antigua Seguridad Militar) hicieron una visita a mi domicilio familiar en Tebessa. Mi anciana madre, mis hermanos, nuestros vecinos y algunos amigos fueron interrogados. Incluso la línea telefónica de mi casa fue cortada, impidiéndome tener noticias de los míos. Esta habitual forma de actuación no me sorprendió en absoluto. ¿Acaso el ejército no ha asesinado a miles de familiares de presuntos terroristas y acusado de todos los males a los militares que osaron desacatar las órdenes ilegales de los generales?

Fue en junio de 2000 cuando me decidí a escribir este libro, justo en plena “visita de Estado” a Francia de nuestro presidente, Abdelaziz Bouteflika. Esa visita mediática me indignó. El gobierno francés ha encontrado, en unos pocos grandes discursos de Bouteflika, un nuevo pretexto para olvidar las graves violaciones de los derechos humanos cometidas por el poder argelino. Una vez más, los intereses político-económicos han prevalecido por encima del resto. El “resto” son la muerte violenta de al menos 150.000 personas y la desaparición de otras miles más. Por no hablar de la tortura y de las ejecuciones sumarias. Precisamente es acerca de todo ello que he querido dar testimonio en este libro.