Publicamos la traducción del prólogo de Ignace Dalle para el libro “Tazmamart: cellule 10 (Paris Mediterranée, 2000), obra de Ahmed Marzouki, uno de los pocos supervivientes de la infame prisión marroquí que da nombre al título del libro. Al igual que con la publicación de la traducción del capítulo introductorio de “La guerra sucia (La Découverte, 2001), con esta traducción pretendo divulgar una historia poco conocida en España, como es la tragedia sufrida por el autor, Ahmed Marzouki, y el resto de sus compañeros detenidos tras el fallido intento de regicidio contra Hassan II, conocido como Operación Buraq (agosto de 1972).

Ahmed Marzouki, un participante involuntario en la operación contra el monarca, padeció lo indecible durante sus 18 años de reclusión en la prisión de Tazmamart, donde la mayoría de reclusos acusados por aquel intento de regicidio perecieron en el más absoluto anonimato y sus restos fueron enterrados en el patio de la prisión.

Tazmamart es el nombre de una cárcel clandestina que se utilizó durante el reinado de Hassan II para castigar y hacer desaparecer a presos políticos de especial relevancia para el monarca alauita. Estuvo en funcionamiento de 1973 a 1991, año en que Hasan II ordenó cerrarla y desmantelarla porque su existencia se había hecho pública. Aunque Tazmamart no fue el único centro secreto de detención y tortura en funcionamiento en Marruecos durante los llamados años de plomo (1970-1991), sí que ha pasado a la posteridad como el más sangriento de todos ellos.

Desde la entronización de Mohamed VI, Marruecos intenta lavar su imagen de estado represor. Para ello, la recuperación de la memoria histórica de los años de plomo desempeña un papel crucial. Es en ese contexto que debemos entender la publicación de numerosas memorias de los supervivientes de Tazmamart a partir del año 2000, apenas transcurridos pocos meses tras la ascensión al trono del nuevo monarca. No obstante, “Tazmamart: cellule 10″, de Ahmed Marzouki, pasará a la historia por ser el primero de esos relatos publicado en forma de libro.

TAZMAMART: CELDA NÚMERO 10

PRÓLOGO DE IGNACE DALLET

Conocí a Ahmed Marzouki durante los primeros meses de 1993 en las oficinas de la Agencia France Press en Rabat. Ahmed, acompañado por dos de sus compañeros supervivientes de la prisión de Tazmamart, quería llamar la atención de la opinión pública acerca del incumplimiento, por parte de las autoridades marroquíes, de las promesas que les fueron hechas en el momento de su liberación, en septiembre de 1991. En contra de lo prometido seguían sin trabajo, sin vivienda y sin asistencia médica. Con la excepción de unas pocas personas, sus compatriotas evitaban tener tratos con ellos. De esta manera, él y sus compañeros se habían convertido en un pesado lastre para unas familias que, en la mayoría de los casos, ya eran muy modestas.

Ahmed y sus dos compañeros, Mohamed Raïs y Abdallah Aagaou, demostraban tener un gran valor al presentarse solos en las oficinas de las agencias de prensa extranjeras. Los restantes veinticinco supervivientes, convencidos de que la policía los devolvería a Tazmamart o les haría pagar caro su “atrevimiento”, habían depositado sus frágiles esperanzas en la audaz actuación del trío.

Durante los meses que siguieron a nuestro primer encuentro, volví a coincidir repetidas veces con Ahmed en la sede de la AMDH (Asociación Marroquí de los Derechos Humanos) en el populoso barrio del Océano en Rabat. Aquel era uno de los pocos lugares en Marruecos, junto con la OMDH (Organización Marroquí de los Derechos Humanos) donde él y sus amigos eran acogidos calurosamente por sus paisanos marroquíes. Y no era de extrañar, ya que tanto Abdelilah ben Abdeslam, vicepresidente de la AMDH, como Driss Benzekri, su homólogo en la OMDH, así como la gran mayoría de sus compañeros, habían pagado un alto precio por su pasión por la libertad y la justicia, lo cual hacía difícil que se dejaran amedrentar. La común experiencia de la reclusión y la tortura permitió que se crearan lazos de amistad entre ellos.

Lo que más me causaba admiración en Ahmed Marzouki, era su firme propósito de hacer valer sus derechos de manera tan relajada en apariencia, como decidida en el fondo. Aprovechando que su francés era excelente, yo le hacía muchísimas preguntas sobre los dieciocho años que estuvo recluido en Tazmamart. Ahmed, condenado al silencio como la mayoría de los marroquíes, se desahogaba en cuanto tenía la ocasión. Había en él una necesidad inmensa por desprenderse de unos recuerdos que le resultaban demasiado duros. Su deseo era que el mundo entero, pero sobre todo el pueblo de Marruecos, supiese en qué horribles condiciones habían muerto 32 de sus camaradas y cómo el resto había logrado sobrevivir milagrosamente.

Poco a poco se fue estableciendo un clima de confianza entre nosotros. Él me dejaba leer unos cuantos textos que había escrito sobre Tazmamart mientras yo lo animaba a continuar con ese trabajo de recuerdo de lo sucedido, para los marroquíes, por supuesto, pero también para él mismo.

Tomamos la costumbre de reunirnos una vez por semana, por lo general los jueves por la noche. Ahmed preparaba un texto de algunas hojas o hablaba mientras yo grababa sus palabras. A veces le hacía precisar algunos puntos de su discurso. Absorto, yo escuchaba una historia en la que se entremezclaban lo monstruoso y lo inimaginable. Para él, hablar era una liberación.

Durante todo ese tiempo me dio la impresión de estar tomando parte en una terapia. Mientras la medicina clásica le trataba un cáncer por medio de antibióticos y antiinflamatorios, hablar le ayudaba a recobrar un mínimo de confianza en las personas. La amistad de unos pocos europeos, y el calor y la generosidad de otros pocos marroquíes, le ayudaron a reencontrar la estabilidad y la esperanza.

Por fin, con el apoyo de organizaciones humanitarias y de la prensa, Ahmed y los demás supervivientes de Tazmamart lograron obtener del gobierno una indemnización mensual provisoria que les permite, todavía hoy, vivir de un modo más o menos decente.

Debo decir que desde que lo conozco, Ahmed nunca me ha dado la impresión de querer ajustar cuentas con nadie o buscar venganza alguna. Claro está, él desea con todo su corazón que se juzgue a todos aquellos que, habiendo despreciado los derechos más fundamentales del ser humano, causaron la muerte a sus compañeros de prisión. Sin embargo, lo más importante para Ahmed es informar al pueblo de Marruecos sobre la realidad de la vida diaria en Tazmamart, para que jamás vuelvan a repetirse tales atrocidades.

Por aquel entonces parecía haberse olvidado que la maldad, la cobardía y la estupidez humanas no desaparecieron con el cierre de Tazmamart. Yo sabía del cierto que policías vestidos de paisano vigilaban a Ahmed, aunque estaba lejos de poder imaginar los problemas que le iba a ocasionar el deseo de liberarse de ese terrible periodo de su vida. No guardé un silencio absoluto sobre nuestro trabajo en común y algunas personas, supuestamente de confianza, estaban al corriente de ello.

Varias personas, empero, me habían puesto al tanto acerca del aparato represivo marroquí, poniendo el énfasis en su carácter irracional. Aun así, la causa emprendida por Ahmed me parecía tan lógica y necesaria que me opuse a hacer de ello un secreto absoluto. Por otra parte, esconder qué y bajo qué pretexto. Me parecía increíble que se pudiera prohibir a un hombre dar cuenta de su dolor. Máxime cuando su testimonio no era en ningún caso un ajuste de cuentas y no atacaba directamente a las sacrosantas instituciones del país. Craso error, el mío.

Durante el verano de 1995, unos días después de la visita del presidente francés Jacques Chirac, Ahmed fue secuestrado y conducido al sótano de una mansión en Souissi (un barrio residencial de Rabat) como en los tiempos de Mohamed Oufkir y Ahmed Dlimi.¹ Obviamente, los hábitos habían cambiado con el paso del tiempo y, en esa ocasión, Ahmed no fue torturado físicamente, sino solo sicológicamente. Durante 36 horas fue interrogado casi en exclusiva sobre el proyecto de redacción del libro y nuestra relación. A los ojos de sus captores, yo no era más que un patético periodista occidental interesado en obtener beneficio a costa del reino alauita.

Ahmed no tuvo otra elección que negar la existencia de un libro que, por otra parte, no existía más que en forma embrionaria. Fue amenazado de lo peor si persistía en continuar por ese camino. Después lo dejaron en libertad, totalmente traumatizado. El acoso seguía sin cesar, mediante amenazas de muerte por teléfono, intimidaciones en plena calle, vigilancia constante, etc.

Mi amigo estaba terriblemente angustiado y eso me resultaba insoportable. Entonces me puse en contacto con un viejo amigo, Jean-Paul Kauffman, quien ya había conocido a Ahmed en Marruecos. Sus respectivas experiencias de encarcelamiento los llevaron a simpatizar mutuamente. La reacción de Kauffman no se hizo esperar, y tras ponerse en contacto con Jacques Chirac, el presidente francés le envió la siguiente respuesta:

“ […] La situación del señor Ahmed Marzouki es seguida con atención por el ministerio de Asuntos Exteriores y por nuestra embajada en Rabat. Ya ha sido expedido un pasaporte para el interesado a nombre de A. Marzouki.

Los obstáculos para su visita a Francia han sido comentados recientemente con el señor Mohamed Mikou, presidente de la Corte Suprema de Marruecos y del Consejo Consultivo de los DD. HH, organismo oficial de defensa de los derechos humanos en Marruecos, con ocasión de su reciente desplazamiento a París.

Lo mantendré al tanto del resultado de los esfuerzos realizados en colaboración con las autoridades marroquíes […].”

Prácticamente al instante, Ahmed dejó de ser molestado. Algo más tarde, tuve la ocasión de expresar mi disgusto por la actitud de la policía con Ahmed Marzouki frente al por entonces ministro de los Derechos Humanos, Mohamed Ziane. En el transcurso de una conversación sincera —debe hacérsele justicia en este punto, aunque por lo demás haya demostrado una total falta de delicadeza— me confesó que, por desgracia, los servicios de seguridad adscritos al ministerio del Interior eran incapaces de comprender lo estúpida que era su forma de actuar y cómo ésta perjudicaba a Marruecos.

Después de terminar el libro con total tranquilidad, decidimos esperar a que la situación fuera más propicia para su publicación. Las cosas tomaron un nuevo rumbo en Marruecos tras la ascensión al trono de Mohamed VI y la destitución de Driss Basri,² superior de Abdelaziz Allabouche, ex responsable de la Dirección de Seguridad Territorial (DST) y de los agentes de la misma, quienes no cesaron de atormentar la vida de Ahmed desde el día en que salió de Tazmamart. La publicación por capítulos del relato de Mohamed Raïs en el periódico al Ittihad al-Ichtiraki, perteneciente a la oposición marroquí, escrito por la misma época que el de Ahmed, evidenció los cambios positivos producidos en el reino alauita.

Desde entonces, Tazmamart se ha puesto de moda. Un célebre escritor marroquí despertó de su letargo y obtuvo la trama para su última obra tras haber “exprimido” a uno de los supervivientes de la infame prisión. Desde el año 2000, por lo menos seis periodistas marroquíes se han puesto en contacto con Ahmed para escribir un libro. Tantas prisas le resultaban graciosas: “¿Dónde estabais cuando salimos de allí?”, se limitó a responderles.

Cada uno tiene su visión particular de esta trágica historia. Los primeros relatos de Ahmed Marzouki y Mohamed Raïs fueron escritos en francés porque debido a la situación de sus autores en el momento de ser redactados, sus testimonios solo podían publicarse fuera de Marruecos.

Como se verá a lo largo del libro, Ahmed posee un gran sentido de la solidaridad y de la colectividad, y por eso no ha querido olvidar a aquellas personas que, a su manera, han contribuido a dar a conocer la horrible verdad a la opinión pública internacional, como son sus amigos de la AMDH y la OMDH, los periodistas de RFI Cristine Daure-Serfaty y Gilles Perrault y la admirable señora Touil, de origen estadounidense.

Ahmed también ha sabido explicar cómo ha sido su existencia tras su liberación. Semanas después de haberse reencontrado con su familia, Ahmed comentaba lo siguiente: “La intuición y la experiencia me conducían a pensar que todavía iba a sufrir. Una voz interior me susurraba insistentemente que el majzén³ nunca nos perdonaría haber salido con vida de Tazmamart.”

Por desgracia, los hechos le dieron la razón durante mucho tiempo. La etapa posterior a Tazmamart ocupa una parte nada desdeñable del libro. Y con toda razón: los sufrimientos, a distintos niveles, padecidos por Ahmed y sus compañeros, ponen en evidencia las corrientes de un sistema de poder que todos desearíamos que hubiera desaparecido por completo con la destitución de Driss Basri.

Nueve años después de su salida de Tazmamart, y de igual manera que la mayoría de sus camaradas, Ahmed aún se encuentra sin trabajo fijo, sin poder salir de Marruecos (si bien es posible que haya un cambio en ese sentido) y continúa siendo visto como un sospechoso por la mayoría de sus paisanos. Una situación muy incómoda y angustiosa.

Sin embargo, un primer paso hacia el cambio se produjo en octubre del año 2000. El gobierno aprobó el pago de indemnizaciones y autorizó la celebración de una ceremonia frente a la puerta de la prisión de Tazmamart, lugar que hoy mantiene sus 58 celdas vacías y donde, enterrados en el patio, yacen los restos de quienes allí fallecieron.

Tanto el nuevo soberano del reino y su entorno, como el actual gobierno de Marruecos, no desean que todo se termine con ese gesto. Ojalá consigan franquear los últimos obstáculos con el fin de que, definitivamente, se pueda pasar una de las páginas más oscuras de la historia del reino de Marruecos.

Notas:

1. Respectivamente, ministro del Interior marroquí y director de la Seguridad Nacional durante los años 60. Fueron acusados del secuestro y desaparición, el 29 de octubre de 1965, en París, de Mehdi ben Berka, principal líder de la oposición marroquí en el exilio.

2. Ministro del Interior de 1979 a 1999.

3. La oligarquía formada por militares y empresarios, conocida en Marruecos como el “poder tras el trono”.